Es curioso que hasta hoy no le hablara a nadie del Príncipe de la Colina más que a Anthony y, más recientemente, a Annie. Mis madres suponían que Albert no supo nunca de mi existencia hasta que sus sobrinos le pidieron que me adoptara, y que no nos habíamos conocido en persona hasta que yo estudiaba en Londres.
Pero hoy la hermana María quiso saber exactamente cuándo cambiaron mis sentimientos por Albert, y tuve que confesar que fue a partir del día que supe que él era el Príncipe de la Colina. Por supuesto que no le dije nada sobre el beso que tanta confusión causó. Ella, por supuesto, estaba más bien intrigada por la historia del Príncipe, así que le conté la historia del chico que apareció en la colina vestido de escocés y que quiso consolarme tocando la gaita, haciéndome reír en ese momento tan triste. Incluso le mostré el medallón que desde entonces llevo siempre conmigo. Ella se enterneció muchísimo, y pidió que compartiéramos la historia con la Señorita Pony.
Cuanto repetí la anécdota, la Señorita Pony comentó que los Andrew nunca habían mostrado interés por el orfanatorio y no se acercaban por aquí. Le gustó la idea de que Albert, siendo aún adolescente, no tuviera reparos en asomarse por acá. ¡Pero había más que contar! Les hablé de Albert espiando a sus sobrinos sin que la tía Elroy lo supiera, y de cómo él me rescató la vez que casi me ahogo tras escapar de los Leegan. Pobre Señorita Pony, una vez más caía en cuenta de lo crueles que habían sido los Leegan conmigo y dijo arrepentirse de haberme dejado ir a trabajar con ellos.
Mis madres entendieron por fin que Albert no me había adoptado sólo por capricho de Anthony, Stear y Archie, sino que él ya me conocía y éramos amigos. Claro que nunca pensó en adoptarme hasta que los Leegan me mandaron a México. Aquí la señorita Pony apretó los puños, enojada. Ella nunca supo de las intenciones de los Leegan hasta que George se presentó en el Hogar de Pony para tramitar mi adopción.
Finalmente, les hablé de la muerte de Anthony y de cómo fue Albert quien vino a ofrecerme palabras de consuelo.
Les queda la duda de mi fijación infantil con el príncipe de la colina. Y es cierto que es un poco tonto haberme obsesionado con un chico que conocí a los seis años y con quien apenas hablé unos minutos. Pero en todos estos años de amistad con Albert sin saber su verdadera identidad, no he conocido a nadie más noble o más bueno que él. Nunca he sido tan feliz como cuando vivíamos juntos en Chicago, y nunca he sufrido por nadie como por él: cuando enfermó de amnesia, cuando lo atacó un León..... cuando decidió marcharse. Yo lo amaba desde antes, pero hasta el día de mi regreso al hogar de Pony no lo supe.